Que sean las cuatro de la tarde de un viernes y
te encuentres en el hall de un hospital
puede responder a varios motivos, de entrada ninguno grato. Desde mi pequeña
atalaya observo, escucho, incluso me deleito con el olfato. ¿A qué huele un
hospital? Lo más importante es que no
destaque por su olor, que no huela demasiado. Menos que irrite tus fosas nasales a base de
potentes desinfectantes, también conozco
alguno de estos. Muy parecidos a pequeñas ciudades que tratan de enmascarar sus
defectos. Este es un hospital pequeño y acogedor, rodeado de montañas, en el medio de una provincia de interior.
Casualmente en él nació mi hija mayor,
Leire, y su breve estancia, hasta que tuvimos que trasladarla, fue de lo más grata. No estoy
acostumbrado al silencio y menos en un hospital, a esta hora en éste el
silencio parece la norma. Acaba de
entrar una señora, que aguarda que alguien se presente en la recepción. El bedel, de mediana estatura, pelo
corto y gris y rasgos poco definidos entra por la puerta, lo hace con un café
en la mano y se dirige a su asiento. Una
enfermera avanza con una desengrasada silla de ruedas vacía; el bedel continúa
con su tarea, rasga unos papeles con los que seguro está confeccionando
etiquetas.
Detesto los hospitales, sí ya sé que son
necesarios pero a mí me recuerdan a la antesala de algo malo, no sé si
necesario, pero malo .Ya sé que probablemente no pase de ser una impresión. Doscientos tres, doscientos treinta y seis,
canta con indiferencia los números de las habitaciones. Se sigue entretenido rasgando
papelitos mientras responde a varias visitas que preguntan por los enfermos.
Sale una pareja de mujeres mayores con la voz elevada, ¿salir? Vuelven a pasar
para adentro con el mismo volumen de voz. ¿De qué se habrán olvidado?
Regreso
a la habitación en la que figura el motivo de mi estancia, habitación 247. Ahora
está dormido, boca arriba, asido a un pequeño tubo de suero. La habitación de
dos camas me había servido antes para dormitar un rato, ahora la ocupa un hombre que acompañado de su
mujer habla a susurros para no
molestar. Mi enfermo se reclina hacia delante, las teclas del ordenador con el
que escribo llaman su atención. Dos intentos de alzar la cabeza nada más y
sigue dormitando. La anestesia y el madrugón lo han dejado agotado. Ahora alza
la mano, como queriendo decir algo, o simplemente reposar la sobre la frente.
La enfermera, a requerimiento mío, ha
dicho que el doctor no pasará hasta el día siguiente, que todo eso ya estaba
previsto.” Previsto sí, pero yo no sabía nada”. “Se le ha informado al enfermo ”. Ya lo tengo, seguiré
escribiendo hasta que aparezca el doctor y nos mande para casa. ¿y si no nos manda para casa? ¿Y si no aparece? Seguiré escribiendo
igual…
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