24 dic 2015

Ingres o el deseo, en La gran odalisca #Iconos

Iconos

Imagen:  La gran odalisca, 1814.
Autor: Jean Auguste Dominique Ingres.
“La gran odalisca”, de 1814


Odaliscas eran mujeres esclavas del harén del sultán, asistentas de las esposas de éste; algunas, con el tiempo, se convertirían en esposas. Todas cohabitaban en el mismo espacio, el harén. Lo más parecido hoy serían las bailarinas de la danza del vientre; en tiempos, la entrega a los hombres consistía en mostrar sus encantos. Mientras las concubinas daban hijos al sultán, las mujeres del servicio regalaban música, danza y sexo; las odaliscas eran asistentas de éstas.
   Todas aquel imaginario fascinó a Occidente; si hubo un pintor que reflejó fielmente aquella pulsión romántica del XIX por el orientalismo ese fue Ingres (Montauban, 1780-París, 1867). Todo un desafío el de afrontar la sensualidad, la renovación del desnudo como nunca se había visto antes. Ingres es pura evocación, una genial disposición al dibujo, la pincelada precisa, serena, con unas carnaciones llenas de vida para llevar la imaginación hacia mundos de naturaleza morbosa y desconocida. Dos pinturas ejemplarizan ese anhelo con una maestría de largo alcance. “El baño turco”, de 1862, cuando el pintor ya era un anciano, y “La gran odalisca”, de 1814, con 34 años.
   “La gran odalisca” es puro voyeaurismo. El cuadro fue un encargo de Carolina Bonaparte como reina de Nápoles para emparejarlo con otro desnudo que tenía en palacio. Nunca lo disfrutaría, sería derrocada en 1815. Ingres, en un arrebato manierista, lo exagera, en un escorzo imposible, insinuante y a la espera. No es exactamente una mujer, son referentes de muchas y las proporciones no se respetan. En tiempos las alarmas puristas desvelaron desencuentro, hurgando en lo imposible de una mirada inexpresiva que no se corresponde, una espalda demasiado larga a la que sobraban tres costillas. Pero la bandera que el autor enarboló era la de la sensualidad y el deseo, a través de la desnudez sin un justificante mitológico, ni histórico, ni religioso que lo arropara. Con un porte neoclásico se estaba anticipando a los tiempos, gran parte del arte que estaba por venir, hoy no se entendería sin su obra.

*Publicado en La Revista 24/12/2015

13 dic 2015

Goebbels, macabro final de la familia ejemplar #Iconos #La Revista

Iconos

Imagen: Joseph Goebbels, Magda Quandt y sus hijos;
de uniforme Harald Quandt, fruto de su primer matrimonio.



La familia Goebbels ocupaba tres habitaciones del búnker, justo debajo de la Cancillería; un pasadizo unía sus destinos con los de Hitler. Entre los tres, Magda Quandt, Joseph Goebbels y el Führer existía un triángulo de unión de lazos cuasi familiares; los seis hijos de la pareja encabezaban sus nombre con h en honor al canciller. El que fuera fiel Ministro de Propaganda tenía una personalidad enferma, un trastorno narcisista, decían, que le hacía ser muy dependiente; su mujer, una furibunda nazi, recibía del dictador señales de un extraño enamoramiento.
El final estaba cantado, el suicidio, a modo de pandemia colectiva, iluminó el desenlace del poder nazi. “Nos los llevaremos con nosotros porque son demasiado hermosos para el mundo que se avecina”; Magda, desde su apresurada mutación al budismo, creía en la reencarnación. Los colaboradores de Hitler, y él mismo, hicieron lo posible para convencerla de que abandonaran Berlín; la firmeza de Goebbels hizo de aquella misión un imposible. El día de la despedida Magda recibiría un siniestro regalo de Hitler, la insignia de oro del partido. Una señal; la maldad de quienes habían surcado las aguas del barco alemán tocaba la orilla. Los soldados soviéticos incendiaban ya la atmósfera de la cancillería. Goebbels sabía que ningún ejército les libraría de su desenlace. Con una normalidad paranoica Magda guiaría a sus seis hijos hacía la muerte.
Una puerta entreabierta, un carrito, seis tazas tintineantes y una jarra de chocolate les acompañaría en el viaje macabro; la mezcla aderezada con somníferos lo haría indoloro. Eran las nueve horas del 1 de mayo de 1945, el búnker olía a muerte, el que no se había suicidado había cruzado a la desesperada las líneas del combate. El final del relato sugiere detonaciones, cápsulas de cianuro en las comisuras de los labios.
Al día siguiente los rusos entraron en el búnker, seis niños como seis ángeles en pijama blanco, ellas con lacitos en el pelo, yacían en el mejor de los sueños. Habían sido parte de una familia aria y modélica; cuando Goebbels cumplió 45 años todos juntos entonaron en público una hermosa canción.
*Publicado en la Revista 10/12/2015

Envolturas de silencio

E l invierno envuelve cada rama entrelazadas entre sí por el frío y la niebla que lo atrapa todo en un escenario de aventura. Todo es ...