Nunca he podido olvidar aquella fría y brumosa mañana de octubre. Camino del colegio La
Salle de Eibar me topé de bruces con la muerte a tiros de una
persona que conocía. Era Carlos, Carlos García Fernández, de profesión
estanquero. Un tipo ya mayor y orondo, de bigote recortado y respirar asmático, mi relación
con él consistía en el sellado de la quiniela de fútbol. Lo mataron dentro de
su estanco aquel 7 de octubre de 1980, un año siniestro donde los haya en el
que lo más normal en el paisaje camino de los pupitres era verte rodeado de
metralletas sujetas por hombres temblorosos. Rara era la semana en la que no asesinaban a alguién, a veces a más. A Carlos no le lloró nadie, salvo
su familia, y de puertas adentro. En el resto de la gente del barrio lo que se
respiraba era un silencio temeroso instigado por la ley de supervivencia, la
misma ley que ha imperado durante todos estos años. De él se dijo, se dejó correr el rumor, de que era un
chivato.
Muchos años después, un 11 de julio de
1997, un hijo de emigrantes como yo, Miguel Ángel Blanco, fue secuestrado
cuando dejaba el tren de cercanías que une dos pueblos prácticamente unidos
entre sí, Eibar y Ermua. En su trazado diario camino del trabajo Miguel Ángel
había pasado justamente por debajo del estanco donde fue asesinado años atrás Carlos
García. A Miguel Ángel le asesinaron al día siguiente, los asesinos
impertérritos ante un país que desde la calle pedía clemencia acometieron su
particular modo de entender la justicia. Todos estábamos rotos y
apesadumbrados, pero la vida continúa y mientras en Ermua, el pueblo de Miguel Ángel,
poblado en un porcentaje amplísimo por emigrantes gallegos y extremeños, en mi
barrio, Amaña, un espacio robado al monte y poblado también por emigrantes del
mismo pelaje, estaba de fiestas. Aquellos instantes de impotencia a un servidor
le pillaron en compañía de sus amigos de infancia entre cañas y escaso ánimo
festivo. Esa misma tarde, instantes después de la muerte de Miguel Ángel,
mientras su pueblo natal era un velatorio, por delante del bar donde nos
encontrábamos discurría una marcha de familiares y presos de ETA que a su paso
algunos desde el interior respondieron con un solemne “Gora ETA”.
No, que nadie se engañe, no van a pedir
perdón, quienes se han obnubilado con semejante discurso de corte fascistoide y
separatista en el que las razones se imponen sí o sí, no van a cambiar,
simplemente el tiempo, la presión de los presos, sus familias, el acoso de la
justicia, el policial y el judicial han hecho mella en la decisión de finalizar
un periodo tan estúpido como absurdo, algo increíble dentro de una sociedad próspera
y suficientemente culta a la que muchos queremos y a la que espero regresar en no demasiado tiempo. En la memoria y en la historia quedan muchas muescas, 859 víctimas
inocentes que fueron carne de cañón y cuyo dolor persiste y persistirá, pero
conviene pasar página y afrontar el futuro. Es un momento histórico para la
democracia, así lo apuntó ayer, Mariano Rajoy, quien se tendrá que enfrentar al
grueso del proceso de negociación. Un momento histórico por muchas razones,
sobre todo porque a partir de ahora el debate será única y exclusivamente
político.
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