21 oct 2011

No pedirán perdón


 

   Nunca he podido olvidar aquella fría y brumosa  mañana de octubre. Camino del colegio La Salle de Eibar me topé de bruces con la muerte a tiros de una persona que conocía. Era Carlos, Carlos García Fernández, de profesión estanquero. Un tipo ya mayor y orondo, de bigote recortado y respirar asmático, mi relación con él consistía en el sellado de la quiniela de fútbol. Lo mataron dentro de su estanco aquel 7 de octubre de 1980, un año siniestro donde los haya en el que lo más normal en el paisaje camino de los pupitres era verte rodeado de metralletas sujetas por hombres temblorosos. Rara era la semana en la que no asesinaban a alguién, a veces a más.  A Carlos no le lloró nadie, salvo su familia, y de puertas adentro. En el resto de la gente del barrio lo que se respiraba era un silencio temeroso instigado por la ley de supervivencia, la misma ley que ha imperado durante todos estos años. De él se dijo, se dejó correr el rumor, de que era un chivato.
    Muchos años después, un 11 de julio de 1997, un hijo de emigrantes como yo, Miguel Ángel Blanco, fue secuestrado cuando dejaba el tren de cercanías que une dos pueblos prácticamente unidos entre sí, Eibar y Ermua. En su trazado diario camino del trabajo Miguel Ángel había pasado justamente por debajo del estanco donde fue asesinado años atrás Carlos García. A Miguel Ángel le asesinaron al día siguiente, los asesinos impertérritos ante un país que desde la calle pedía clemencia acometieron su particular modo de entender la justicia. Todos estábamos rotos y apesadumbrados, pero la vida continúa y mientras en Ermua, el pueblo de Miguel Ángel, poblado en un porcentaje amplísimo por emigrantes gallegos y extremeños, en mi barrio, Amaña, un espacio robado al monte y poblado también por emigrantes del mismo pelaje, estaba de fiestas. Aquellos instantes de impotencia a un servidor le pillaron en compañía de sus amigos de infancia entre cañas y escaso ánimo festivo. Esa misma tarde, instantes después de la muerte de Miguel Ángel, mientras su pueblo natal era un velatorio, por delante del bar donde nos encontrábamos discurría una marcha de familiares y presos de ETA que a su paso algunos desde el interior respondieron con un solemne “Gora ETA”.
        No, que nadie se engañe, no van a pedir perdón, quienes se han obnubilado con semejante discurso de corte fascistoide y separatista en el que las razones se imponen sí o sí, no van a cambiar, simplemente el tiempo, la presión de los presos, sus familias, el acoso de la justicia, el policial y el judicial han hecho mella en la decisión de finalizar un periodo tan estúpido como absurdo, algo increíble dentro de una sociedad próspera y suficientemente culta a la que muchos queremos y a la que espero regresar en no demasiado tiempo. En la memoria y en la historia quedan muchas muescas, 859 víctimas inocentes que fueron carne de cañón y cuyo dolor persiste y persistirá, pero conviene pasar página y afrontar el futuro. Es un momento histórico para la democracia, así lo apuntó ayer, Mariano Rajoy, quien se tendrá que enfrentar al grueso del proceso de negociación. Un momento histórico por muchas razones, sobre todo porque a partir de ahora el debate será única y exclusivamente político.
                                 

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