24 feb 2014

El niño de Mouffetard #Iconos#Cartier-Bresson

Iconos

Imagen: Rue de Mouffetard, París, 1958.
Autor: Henri Cartier-Bresson.


Cartier-Bresson, 1958


 Cada minuto mueren infinidad de imágenes, es como si estuvieran predestinadas. La diferencia entre el hoy y el ayer, es que millones de imágenes que saturarán de información nuestra retina pasarán directamente al cajón del olvido; serán además muchas menos de las que lo harán mañana. Cada día que pasa el crescendo de imágenes que nos rodea será mayor. Vivimos rodeados de imágenes que nos saturan, es como si de repente todos resultásemos atrapados por un extraño síndrome de Diógenes y nos abandonásemos en medio de un marasmo de imágenes que se fueran acumulando a nuestro alrededor en una descomunal montaña de desperdicios de basura visual.
 En realidad Diógenes, el filósofo, detestaba cualquier grado de acumulación indecente, ni de imágenes ni de nada, es más, predicaba para sí los ideales de privación; bien alejado de la realidad que nos toca.
Quien más o quien menos lleva a sus espaldas un peso indecente de imágenes; quien no tiene mil o dos mil fotografías en el móvil no es nadie. Fotos del perro, de la puesta de sol, de la familia, del cartel del bar de enfrente, del desconocido que se ha dado una galleta con el coche. Uno, así no ha de llegar muy lejos, bueno sí, a desplegarlas luego como elementos únicos e insustituibles en multitud de redes, a sabiendas de que todos trazarán el mismo gesto, llenar el universo de basura, remarcar cada paso que se da, como cualquier animal dejaría su orina en defensa del territorio marcado. Pero el hombre hoy no apunta, no traza, tan sólo acumula, salpicado por el síndrome de Diógenes al que parecemos predestinados.
Siempre nos quedará la épica y el azar, la pincelada fortuita de la historia. Michel Gabriel era un niño cuando en 1958 salía por Mouffetard, la parisina calle donde vivía, armado y sonriente con sus dos botellas magnum repletas de leche, no de vino, como a veces se ha dicho. Un paseo rutinario, un destino prefijado, entre la casa y el comercio, operación tantas veces repetida. La mirada orgullosa, limpia de Michel se topa con la de Cartier-Bresson, intuitiva y misteriosa que lo atrapa, que lo seduce sin pretenderlo en una suerte de imagen desplazada que se pliega sobre sí misma para volverse reveladora y eterna. Sin duda, Diógenes tardaría en llegar.

Publicado en La Revista 24/02/2014

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