El infierno no era destino,
la gloria se llamaba ausencia,
y la sinrazón locura.
Nada de guarecerse al
claroscuro del cielo,
a la luz de la modestia,
al azote del viento en el
otoño.
Ni gritar en el silencio
instalado en la mesa
camilla de la vida,
al atardecer solitario en
la alcoba nupcial.
Tampoco tenía ya complejos en
desenmascarar su alma,
mostrar sus pechos de
mujer en cuerpo hirsuto,
en una especie de
ceremonia de extraño duelo.
Apenas quedaban ya esquinas
para sobrellevar el misterio, .
ni luz para superar el espanto cotidiano.
Hazme el amor –su último
pensamiento- con esperanza,
ilumina esos otros mundos
ajenos, esquivos a
rabiar;
y profundamente huecos.
Déjame caminar descalzo,
alcanzar la gloria en el ocaso.
Disparar salvas luminosas al infinito.
José Paz |
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