En la Ribeira Sacra el paisaje es el que le toma las medidas
a uno, lo pone en su sitio; pocas veces la
figura humana puede resultar tan insignificante. En la mitad del cauce la calma
parece que se eleva y se precipita desde el cielo; desde lo alto, desde el
mirador de A Cividade (Bolmente, Sober) lo que de verdad se desplaza es la
mirada, viajando entre las vertientes hasta encajar al Sil tras una larga cola
de serpiente. El río, ancho, desde que se hizo embalse, es un plato. Cuesta
imaginar cómo sería antes, un río de vida del que se intuyen aún las pegadas de
las pesquerías, porque aquí se pescaban
lampreas, salmones y truchas. El Sil aun
así es de postal, dibujado entre meandros y cañones que responden a una
convulsión tectónica, la erosión milenaria hizo el resto.
Desde el mirador
El mirador de A Cividade -uno de los 15 construidos en la
Ribeira Sacra, entre Lugo y Ourense-
obra de la arquitecta Isabel Aguirre arranca desde la ladera; me dicen
que el proyecto original se proyectaba cuatro metros más allá, sobre el vacío,
de éste lo que más sorprende es su anchura, tamaño carretera; aun así la visión
es fantástica. Desde otro mirador próximo, el de Boqueiriño, uno de los más
frecuentados, al que hay que llegar entre pistas y mucha imaginación, la visión
es estupenda. En la vertiente de la montaña de enfrente -desde la distancia una figura minúscula- una
joya de la arquitectura sagrada, el monasterio de Santa Cristina de Ribas de
Sil, que destaca entre la frondosidad de sus castaños; en el otoño se distinguen
infinidad de “sequeiros”, la mayoría abandonados. La foresta de la Ribeira Sacra es generosa,
junto a especies de clima mediterráneo, alcornoques, madroños, encinas, proliferan
otras como los castaños ya citados, robles o abedules. El paisaje también nos
desvela muchas albarizas, construcciones en piedra para evitar que la miel
fuera a parar a la boca del oso.
Un mar en silencio
En el Sil todo es silencio, o casi. De cuando en vez un
catamarán de recreo–de los varios que tienen las concesionarias en la zona,
Lugo y Ourense- amilana la escena, lo más agitado es eso, la imagen de un barco –Lugo Terra- cuando
zigzaguea a capricho a modo de regalo para agasajar al turista de visita, es
como si el entorno sucumbiera así a la presencia del extraño. Un paseo en
catamarán es monótono, incluso insulso, la perspectiva es un continuo discurrir
de laderas montañosas llenas de vegetación que se repiten; después de una hora
y cuarto de viaje, toca el de vuelta.
Desde la mitad de la
cuenca cuesta imaginar cualquier atisbo de vida, desde lo alto también; superado
el abismo natural, al fondo, en una elevada línea de horizonte, se perciben casas
salpicadas a capricho, aldeas dispersas que se cuentan con los dedos, todo a
merced de un escenario cuando menos grandioso. Cerredo, Alberguería, Parada
Seca, Loureiro, Vilouxe reza en un mapa, pero no resulta fácil buscarles
acomodo en un horizonte distante. Desde lo alto del mirador son casi 600 metros
los que nos separan del Sil, en una perspectiva imposible de la que cuesta
imaginar cómo el sacrificio de los paisanos pudiera hacer factible subir
semejante ladera aferrados a sus frutos. Aun así, desde allí, Suso Verao insiste, es lo
que tienen en común quienes de la infancia han vivido y sufrido otra forma de
vida. El paso del tiempo muda también abrazado a la nostalgia y todo escenario
de lo ya vivido puede resultar mitificado. A pie de mirador trata de situar el
colado, esa planicie ahora imaginada sobre los caminos de antaño, a modo de campo base donde las vacas o las
caballerías aguardaban por la uva transportada desde el fondo de la finca hasta
la cima. “Poidera ser eiquí, ou alí”, él mismo reconoce que los cambios
ejecutados en el entorno, hoy pistas forestales, han mudado la fisonomía de un
terreno que se vuelve irreconocible a los ojos de la memoria. Lo mismo acontece
con los senderos imaginarios a proyectar desde la cima para hacerse con un
camino hacia la finca, una tupida amalgama de huces, zarzas y ramajos y el
brotar de la primavera se han apoderado de todo. No hay sendero posible, y si
lo hay, la labor de desbroce es mayúscula. Restos de árboles calcinados
evidencian los persistentes castigos que sufre el paisaje galaico, incluso
donde semeja sublime. Aun así, Suso insiste.
Trabajar la viña
Con Suso, la cita es en Sober, un pequeño pueblo lucense de
buenas rehabilitaciones al que la
viticultura le ha aportado razones. De allí, en coche hasta el embarcadero de
Os Chancís, son 10 minutos. Antes pasaremos por la siempre recomendable ruta de
los molinos del Xabrega, perfectamente restaurados. Desde la distancia, desde
la N-120 o desde Castro Caldelas hacia
los Peares, una de las impresiones más indescriptibles es ver esos paisajes vinícolas
a modo de teselas sobre socalcos que desafían el vértigo.
En el embarcadero se custodian un puñado de barcas a motor,
algunas para que los viticultores salven el río del aislamiento de sus fincas,
la mayoría –duele reconocerlo- están ya abandonadas. De las pocas experiencias medioambientales
positivas desde la construcción del embalse, ésta, bien residual, es una de
ellas. La recuperación del sector
vitivinícola en la zona de Sober, Doade, A Teixeira, ha mudado la fisonomía de
estas laderas sacrificadas entre bancales y angostos desniveles donde las vides
son protagonistas. Desde la apuesta de las nuevas bodegas la fisonomía, los
accesos y la vinificación han simplificado el trabajo siendo posible acceder en
coche o tractor hasta las propias fincas, sin embargo algunas fincas se
aferran, por diversos motivos, a la épica. Y resistirán mientras pequeños
viticultores, acostumbrados desde niños al esfuerzo y a una “tradición
familiar” insistan en ello.
Suso Verao, maestro hoy jubilado, antiguo viticultor y
apasionado del terruño, cuenta que desde el fondo de la finca hasta la cima
cinco “pousas”, son las que medían o separaban las distancias, cada pousa era
el lugar habilitado para el descanso. Hora y cuarto era el tiempo que llevaba
subir una carga de uvas hasta el colado, a lo largo del día, a lo sumo pudieran
ser tres. Mitificado sí, pero en dureza.
En A Cividade finca, Brais Verao, sobrino de Suso, propietario
de la bodega –Adega Verao- y José Ramón, el padre, se aferran en el cuidado y
en los fitosanitarios a dar para que la planta no sucumba, el vino es caprichoso
y si no se le atiende como debe la cosecha será minúscula. La mañana es
soleada, estas viñas quedan muy bien orientadas al sol del mediodía donde las
temperaturas se vuelven elevadas. A Suso le queda la vinculación sentimental
con la bodega familiar, no la propiedad, aunque hay “propiedades” que no se
pierden nunca. Las heladas en una zona de tanto abrigo no llegan y eso es una
alegría en un año tan criminal en el sector. Pero antes tampoco hacía falta
tratar el mildiu ni el oídio y ahora sin azufre ni sulfatos una finca ya no
sería. A Brais uno lo encuentra en la cima, jugando con su móvil, un
entretenimiento absurdo en medio de semejante marco, antes ha recorrido cada
una de las vides; José Ramón, fumiga con azufre polvoriento la parte baja de
las vides, allá donde el oídio ataca. Dicen que es el mejor antiséptico.
Nunca vuelvas al lugar del crimen, pero sí, así volvemos a
la escena del crimen, al embarcadero de Os Chancís para alcanzar el mismo
escenario glorioso que en tiempos de vendimia nos acercó a través de las aguas
hasta una bella viña que responde al mismo topónimo de A Cividade. Tres kilómetros
nos separan de la finca, el viaje en barca es distinto al del catamarán, más si
los tripulantes son generosos y te trasladan a capricho. Además, la cita de
servidor es de puro deleite, compartir un almuerzo bajo un recoleto galpón
erigido a modo de refugio que en un mediodía de mayo caluroso se agradece. José
Ramón hace rato que tiene las brasas listas, la vianda vendrá en un rato.
Empanada, churrasco de ternera, y vino de A Cividade, incluido el elaborado con
las uvas de la finca recién presentado.
Una cuenta pendiente sentimental desde la pasada vendimia en
A Cividade y que tendrá continuidad espolvoreada en otros relatos. Aquí la
arquitectura del paisaje de los viñedos se vuelve filigrana, asaetando las
panorámicas hasta cursarles nervio. A
los turistas les causa gracia, curiosidad ociosa el contemplar a los labriegos
aferrados a un terruño que se les escapa, a uno, asombro, al que no se le
acerca ningún otro adjetivo que no sea el de heroicidad. Sobre el terreno unas
vides que no tienen tierra, entre guijarros e improvisados senderos que nos
permiten transitar entre ellas y subir hasta la cima, eso sí, sin despistes. El
vino así sabe a gloria, y nunca mejor dicho. Insiste, Suso, por favor.
* Publicado en La Región 4/06/2017