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José Paz |
Hay lugares a los que no regresarás jamás, o de los que
nunca conseguirás desprenderte del todo. Servidor del Aquarium de Donosti de Donosti recordaba apenas cuatro
cosas, su ubicación, al final de un puerto pesquero con verdadera actividad; su
ambiente siempre bullicioso y turístico, en discurrir paralelo a unos
concurridos restaurantes que te agasajarán a su paso con aromas marineros que a buen
seguro despertarán el apetito; y un recuerdo
inolvidable, mágico, más en los ojos de
un niño, el imponente esqueleto de cetáceo a incorporar a las mejores aventuras
de cualquier cuento infantil. Muchos años después el esqueleto de la ballena seguía
allí, mucho menos mágico pero igual de imponente. Imposible recordar cuando
pudimos habernos visto antes, y en qué circunstancias, a buen seguro mucho
menos luminosas. A día de hoy las
instalaciones están totalmente remozadas, gloriosas me atrevería a señalar para
regocijo de los innumerables visitantes, muchos extranjeros, franceses e ingleses,
el propio Alberto de Mónaco - su abuelo tuvo mucho que ver en su puesta en
marcha del acuario- se encuentra entre
los visitantes más ilustres.
Todo acuario alberga, al margen de valores científicos e
históricos, virtudes también curativas, amparadas en lo netamente visual. Desde un punto de vista histórico el
“Aqvarivm” de Donosti nos enseña la
evolución de las artes de pesca y la evolución de los propios navíos, en un
entorno agradable y capaz de satisfacer todo tipo de visitas, desde la más
interesada a la de puro compromiso. Lo más llamativo de las instalaciones, al
margen de las múltiples especies
distribuidas a lo largo de las salas, tropicales y exóticas incluidas,
es el “oceanario” atravesado por un espectacular túnel de 360º que si tienes la
suerte de acudir en una hora no demasiado concurrida, la visión te resultará
fascinante.
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