Imagen: Joseph Goebbels, Magda Quandt y sus hijos;
de uniforme Harald Quandt, fruto de su primer matrimonio.
La familia Goebbels ocupaba tres habitaciones del búnker, justo debajo de la Cancillería; un pasadizo unía sus destinos con los de Hitler. Entre los tres, Magda Quandt, Joseph Goebbels y el Führer existía un triángulo de unión de lazos cuasi familiares; los seis hijos de la pareja encabezaban sus nombre con h en honor al canciller. El que fuera fiel Ministro de Propaganda tenía una personalidad enferma, un trastorno narcisista, decían, que le hacía ser muy dependiente; su mujer, una furibunda nazi, recibía del dictador señales de un extraño enamoramiento.
El final estaba cantado, el suicidio, a modo de pandemia colectiva, iluminó el desenlace del poder nazi. “Nos los llevaremos con nosotros porque son demasiado hermosos para el mundo que se avecina”; Magda, desde su apresurada mutación al budismo, creía en la reencarnación. Los colaboradores de Hitler, y él mismo, hicieron lo posible para convencerla de que abandonaran Berlín; la firmeza de Goebbels hizo de aquella misión un imposible. El día de la despedida Magda recibiría un siniestro regalo de Hitler, la insignia de oro del partido. Una señal; la maldad de quienes habían surcado las aguas del barco alemán tocaba la orilla. Los soldados soviéticos incendiaban ya la atmósfera de la cancillería. Goebbels sabía que ningún ejército les libraría de su desenlace. Con una normalidad paranoica Magda guiaría a sus seis hijos hacía la muerte.
Una puerta entreabierta, un carrito, seis tazas tintineantes y una jarra de chocolate les acompañaría en el viaje macabro; la mezcla aderezada con somníferos lo haría indoloro. Eran las nueve horas del 1 de mayo de 1945, el búnker olía a muerte, el que no se había suicidado había cruzado a la desesperada las líneas del combate. El final del relato sugiere detonaciones, cápsulas de cianuro en las comisuras de los labios.
Al día siguiente los rusos entraron en el búnker, seis niños como seis ángeles en pijama blanco, ellas con lacitos en el pelo, yacían en el mejor de los sueños. Habían sido parte de una familia aria y modélica; cuando Goebbels cumplió 45 años todos juntos entonaron en público una hermosa canción.
*Publicado en la Revista 10/12/2015
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