Imagen: Carmen Mondragón.
Autoría: Edward Weston.
Edward Weston |
En Carmen Mondragón (Ciudad de México 1893-1978) no hay duda, su belleza y personalidad eran volcánicas. Poetisa, pintora, modelo. Consciente del destello de unos ojos verdes como mares, de un cuerpo menudo de medusa voraz, se apuntaló a una biografía cuyo erotismo caminaba a la par que su rebeldía. Sus poemas de infancia aún estremecen: “Soy una llama devorada por sí misma y que no se puede apagar”. La mejicana renunció a aquello que se suponía predestinada, decidiría sus propios infiernos, no otros, ya fueran sus padres, quienes la mandaron a formarse a la exquisita Francia; o marido, un cadete, Manuel Rodríguez Lozano, con el que convivió, 8 años en Francia y en España tras el despertar revolucionario en su país, sin mayor vínculo. En Francia compartió escena artística con Picasso o Diego Rivera, allí, el cadete se volvió pintor. La relación matrimonial fue una deriva. De regreso a México su mentalidad europea, sus encantos y una visión desinhibida, hacen estragos; fue pionera en el uso de la minifalda. Su querencia artística la llevan a codearse con Tina Modotti, Frida Kahlo, Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro Sequeiros. Sus pinturas, poesía, no eran malas, pero fue su propia biografía, al calor de una sexualidad encendida y apasionada, sus desnudos como modelo para Edward Weston, Antonio Garduño o Diego Rivera, lo que le han valido el estatus de celebridad.
Carmen Mondragón y Gerardo Murillo |
En México vivió una relación intensa y tormentosa con el pintor Gerardo Murillo, eran los años 20, una década intensa y fascinante también para el arte y la cultura mejicana. Fue el pintor, el Doctor Atl, quien le asignó el sobrenombre de Nahui Olin, “movimiento perpetuo”. Dicen que se amaban como fieras.
Aún en su desnudez, sus ojos, su mirada felina, la estela de Nahui era una especie de animal que se venía encima. Tenía el mar en sus ojos, “Vivir con dos olas de mar dentro de la cabeza no ha de ser fácil”, que diría Elena Poniatowska; no, no lo era. Carmen, Nahui, era para sus amantes una atracción irresistible, lo que desconocían era el acantilado que se les presentaría en breve. Murió en su locura, antes se enamoraría de un marino que un día se perdió en el mar. Sus ojos allí siguen guiando navíos, para bien y para mal.
*Publicado en La Revista 18/06/2015
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